Desde que nacemos, e incluso antes, la diferencia anatómica de nuestros órganos sexuales es percibida e interpretada socio-culturalmente de modo que se atribuye una significación diferencial a esa diferencia sexual entre hombres y mujeres, que determina nuestra subjetividad psíquica, corporal y social de manera también diferenciada. Pero el carácter de este conjunto de significaciones diferenciadas no es imparcial, es decir, esta diferencia interiorizada no es neutra, sino que establece una asimetría de poder entre los sexos que resulta así naturalizada.
En la mayoría de sociedades es aceptada la concepción de “sexo” referida a las características biológicas (cromosómicas, gonadales, hormonales y anatómicas) y en relación a la sexualidad y procreación, englobando procesos de sexuación prenatales y el posterior desarrollo psicosocial de mujeres y hombres. Así se distinguen dos sexos; varón y mujer que constituyen dos categorías mutuamente excluyentes.
Los cuerpos sexuados son sexualizados, en base a esa diferencia sexual inicial, por la acción constante del sistema social y cultural que no es otro que el sistema patriarcal que impone unas significaciones determinadas a través de un proceso de naturalización, normativización y somatización que da como resultado el género.
Para lograr entender el complejo entramado de relaciones imbricadas en la organización, internalización y perpetuación del orden patriarcal, va a ser central la articulación de los conceptos de género y sistema sexo-género.
El género se define (Gayle Rubin,1975) como como “una división de los sexos socialmente impuesta. Es un producto de las relaciones sociales de sexualidad”. Esto supone que cada uno/a de nosotros/as nos vemos empujados/as socialmente a identificarnos con un género en contraposición con el otro, favoreciendo una ampliación de las diferencias y una supresión de las semejanzas entre los sexos, y reprimiendo los rasgos “femeninos” en los varones y los “masculinos” en las mujeres. Esta división dicotómica (masculino/femenino), basada en el dimorfismo sexual (hombre/mujer), se refleja en dos aspectos concretos: división sexual del trabajo y heterosexualidad obligatoria, y ambas se apoyan en la idea de la supuesta “complementariedad natural” de los sexos.
El sistema de sexo-género se utiliza para referirse al conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en la cual se satisfacen las necesidades humanas así transformadas.
El género es tanto un rol como una identidad, la feminidad/masculinidad es un principio organizador de la subjetividad. Por consiguiente, el género como construcción sociocultural sobre la base biológica, es definido como un “deber ser” subjetivo y social, que atendiendo al sistema de valores y creencias que cada cultura construye en torno al binarismo sexual, establece los comportamientos, sentimientos, pensamientos y acciones de las personas, y establece los espacios sociales y personales que puede ocupar cada cual, dando lugar a la representación de los sexos mediante dos pares opuestos y complementarios. Por todo ello, cuando hablamos de género estamos hablando de un sistema de relación entre los sexos, la cultura marca a los sexos con el género y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano, con características multicomponenciales”, y esto constituye el sistema de sexo-género.
Nuestra percepción e identificación con un sexo determinado, conforma nuestra identidad sexual, que lleva implícito una serie de normas sociales referentes a cómo debemos comportarnos, pensar o sentir en base al sexo; la interiorización de estas normas sería la identidad de género. En nuestras sociedades occidentales, el género impone que los hombres sean fuertes, independientes y competitivos, mientras que las mujeres deben ser pasivas, dependientes y sumisas, que fundamentalmente tengan como deseo y objetivo la maternidad, y que, por supuesto, ambos sean heterosexuales; son los roles de género, que definen socialmente la masculinidad y la feminidad, y que vinculados a la división sexual del trabajo, favorecen la asimetría de las relaciones de poder entre hombres y mujeres.
Masculinidad y feminidad son dos caras de la misma moneda, definidos por oposición en el sistema patriarcal. Por tanto, se suponen dos sexos; hombre y mujer, y tradicionalmente, también, dos géneros correspondientes a cada uno de los sexos; masculino y femenino, que se traduce en dos únicas opciones mutuamente excluyentes. Esta concepción limita las manifestaciones de aquellas identidades no acordes con esta clasificación, generando en muchas ocasiones malestar corporal, psíquico e interpersonal en aquellas personas que difieren de la norma sociocultural impuesta y discriminación social hacia ellas.
Esta categorización dicotómica masculinidad/feminidad da lugar a la división sexual del trabajo, de manera que un hecho biológico diferencial acaba siendo el origen y explicación de las diferencias psicológicas y sociales, produciéndose así una reducción al orden biológico que justifica la necesidad de un cierto orden social. La conformación de la identidad de género en base a ese ordenamiento psicosocial dicta unos roles de género que modelan la conducta y unos estereotipos de género que delimitan posiciones de identidad. Esta conformación conlleva una coherencia de género que individualmente no siempre es reconocida, lo que genera angustia y conflicto en la identidad sexual y de género de los individuos.
A pesar de que en la actualidad se da la posibilidad de una mayor flexibilidad y heterogeneidad en los mismos, siguen en el imaginario cultural de los sujetos como modelos normativos, validados y aceptados socialmente.
Es importante que hombres y mujeres seamos conscientes de que hacer un mundo más humano, más justo e igualitario es responsabilidad de ambos sexos. Todos perdemos en un mundo que limita nuestras potencialidades, por tanto, la incorporación de las mujeres a espacios considerados tradicionalmente “masculinos”, tiene que ir acompañada, de manera paralela, con el ingreso de los hombres a espacios considerados “femeninos”. Lo que entendemos por masculino o femenino, en realidad son características humanas que tanto hombres como mujeres podemos desempeñar, pero para ello debemos romper los moldes de género que nos constriñen. Se trata de derrumbar las definiciones, artificiales, en cuanto socialmente definidas, de "masculino" y "femenino".
En la mayoría de sociedades es aceptada la concepción de “sexo” referida a las características biológicas (cromosómicas, gonadales, hormonales y anatómicas) y en relación a la sexualidad y procreación, englobando procesos de sexuación prenatales y el posterior desarrollo psicosocial de mujeres y hombres. Así se distinguen dos sexos; varón y mujer que constituyen dos categorías mutuamente excluyentes.
Los cuerpos sexuados son sexualizados, en base a esa diferencia sexual inicial, por la acción constante del sistema social y cultural que no es otro que el sistema patriarcal que impone unas significaciones determinadas a través de un proceso de naturalización, normativización y somatización que da como resultado el género.
Para lograr entender el complejo entramado de relaciones imbricadas en la organización, internalización y perpetuación del orden patriarcal, va a ser central la articulación de los conceptos de género y sistema sexo-género.
El género se define (Gayle Rubin,1975) como como “una división de los sexos socialmente impuesta. Es un producto de las relaciones sociales de sexualidad”. Esto supone que cada uno/a de nosotros/as nos vemos empujados/as socialmente a identificarnos con un género en contraposición con el otro, favoreciendo una ampliación de las diferencias y una supresión de las semejanzas entre los sexos, y reprimiendo los rasgos “femeninos” en los varones y los “masculinos” en las mujeres. Esta división dicotómica (masculino/femenino), basada en el dimorfismo sexual (hombre/mujer), se refleja en dos aspectos concretos: división sexual del trabajo y heterosexualidad obligatoria, y ambas se apoyan en la idea de la supuesta “complementariedad natural” de los sexos.
El sistema de sexo-género se utiliza para referirse al conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en la cual se satisfacen las necesidades humanas así transformadas.
El género es tanto un rol como una identidad, la feminidad/masculinidad es un principio organizador de la subjetividad. Por consiguiente, el género como construcción sociocultural sobre la base biológica, es definido como un “deber ser” subjetivo y social, que atendiendo al sistema de valores y creencias que cada cultura construye en torno al binarismo sexual, establece los comportamientos, sentimientos, pensamientos y acciones de las personas, y establece los espacios sociales y personales que puede ocupar cada cual, dando lugar a la representación de los sexos mediante dos pares opuestos y complementarios. Por todo ello, cuando hablamos de género estamos hablando de un sistema de relación entre los sexos, la cultura marca a los sexos con el género y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano, con características multicomponenciales”, y esto constituye el sistema de sexo-género.
Nuestra percepción e identificación con un sexo determinado, conforma nuestra identidad sexual, que lleva implícito una serie de normas sociales referentes a cómo debemos comportarnos, pensar o sentir en base al sexo; la interiorización de estas normas sería la identidad de género. En nuestras sociedades occidentales, el género impone que los hombres sean fuertes, independientes y competitivos, mientras que las mujeres deben ser pasivas, dependientes y sumisas, que fundamentalmente tengan como deseo y objetivo la maternidad, y que, por supuesto, ambos sean heterosexuales; son los roles de género, que definen socialmente la masculinidad y la feminidad, y que vinculados a la división sexual del trabajo, favorecen la asimetría de las relaciones de poder entre hombres y mujeres.
Masculinidad y feminidad son dos caras de la misma moneda, definidos por oposición en el sistema patriarcal. Por tanto, se suponen dos sexos; hombre y mujer, y tradicionalmente, también, dos géneros correspondientes a cada uno de los sexos; masculino y femenino, que se traduce en dos únicas opciones mutuamente excluyentes. Esta concepción limita las manifestaciones de aquellas identidades no acordes con esta clasificación, generando en muchas ocasiones malestar corporal, psíquico e interpersonal en aquellas personas que difieren de la norma sociocultural impuesta y discriminación social hacia ellas.
Esta categorización dicotómica masculinidad/feminidad da lugar a la división sexual del trabajo, de manera que un hecho biológico diferencial acaba siendo el origen y explicación de las diferencias psicológicas y sociales, produciéndose así una reducción al orden biológico que justifica la necesidad de un cierto orden social. La conformación de la identidad de género en base a ese ordenamiento psicosocial dicta unos roles de género que modelan la conducta y unos estereotipos de género que delimitan posiciones de identidad. Esta conformación conlleva una coherencia de género que individualmente no siempre es reconocida, lo que genera angustia y conflicto en la identidad sexual y de género de los individuos.
A pesar de que en la actualidad se da la posibilidad de una mayor flexibilidad y heterogeneidad en los mismos, siguen en el imaginario cultural de los sujetos como modelos normativos, validados y aceptados socialmente.
Es importante que hombres y mujeres seamos conscientes de que hacer un mundo más humano, más justo e igualitario es responsabilidad de ambos sexos. Todos perdemos en un mundo que limita nuestras potencialidades, por tanto, la incorporación de las mujeres a espacios considerados tradicionalmente “masculinos”, tiene que ir acompañada, de manera paralela, con el ingreso de los hombres a espacios considerados “femeninos”. Lo que entendemos por masculino o femenino, en realidad son características humanas que tanto hombres como mujeres podemos desempeñar, pero para ello debemos romper los moldes de género que nos constriñen. Se trata de derrumbar las definiciones, artificiales, en cuanto socialmente definidas, de "masculino" y "femenino".